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La posibilidad del comunismo

Graco Babeuf, Fragmentos

Publicado: 2021-05-15
No hemos sido nosotros, no ha sido Castillo, ha sido Keiko quien ha introducido el debate sobre el comunismo. Lo que no nos dice es que se trata de una vieja aspiración de la sociedad. El siguiente es fragmento de un documento de la Revolución Francesa, datado en 1795, donde Babeuf discute la posibilidad del comunismo. Se trata de un debate entre Babeuf y Antonelle. Ambos son parte de la llamada Conjura de los Plebeyos junto a Bertrand Darthe, Debon, Germain y Lepelletier. Todos están de acuerdo en que es necesario abolir la propiedad. Pero Antonelle dice que “las raíces de esta institución fatal son demasiado profundas y dominan todo; son ya inextirpables en los grandes y viejos pueblos” y que no se podrá volver al momento de comunidad. Babeuf le responde. Para quienes quieran el texto completo pueden encontrarlo aquí. Antes de que pasen a la lectura debemos advertir que la revolución popular francesa duro poco y con Napoleón comienza la contrarrevolución despótica de la burguesía. La burguesía nunca, ni siquiera en sus inicios, fue ni democrática ni revolucionaria

¿Lo habéis oído, millón de ricos desalmados? banda de infames expoliadores de los veinticuatro millones de hombres útiles, cuyos brazos actúan para mantener vuestra holgazanería y vuestra barbarie? Acudid, pues, aceptad nuestro reto y entrad en la palestra; ¡destruid con razonamientos aquéllos con los cuales nosotros pretendemos probar que todo lo que tenéis de excedente de vuestras necesidades personales, os viene por vías inicuas; y que todo lo que nos falta se encuentra en cuanto de superfluo habéis sabido sacar de nuestra justa parte, por las mismas vías inicuas! Acudid. ¿No decís nada? ¡Cómo! ¡propietarios! se os ataca de la forma más seria; los campeones se suceden y se multiplican, ¿y vosotros no respondéis nada? Adelante, la arena está ante vosotros. Si nadie de vuestro campo quiere entrar, es porque se reconoce que vuestra causa es insostenible. Nos apropiamos el premio del vencedor.

¿Habéis oído igualmente esta preciosa confesión, vosotros, mayoría imponente de ciudadanos despojados? Es el derecho de propiedad la causa de todos vuestros sufrimientos, de todas vuestras desgracias. Este derecho no es natural, no tiene un origen puro y legítimo: no es más que una deplorable creación de nuestra fantasía, de nuestros errores; ha nacido de un vicio horrendo, de la avidez, y da nacimiento a todos los otros vicios, a todas las pasiones, a todos los crímenes, a todas las penas de la vida, a todo género de males y calamidades. ¡Y luego se os dice que el derecho de propiedad es de lo más respetable! ¡Que sobre todo hay que respetar las propiedades, cuando los depositarios de este derecho asesino, os lo ordenan!

(…)

Impugno la opinión de que nos hubiera sido más ventajoso el haber venido menos tarde al mundo para cumplir la misión de desengañar a los hombres, en relación al pretendido derecho de propiedad. ¿Quién me desengañará, a mí, de que la época actual es precisamente la más favorable? ¿qué lo es infinitamente más que no lo hubiera sido la de hace mil años? Primero, ¿es que antes de que el mal se haga sentir, se piensa en destruirlo? Pues bien, los hombres siempre imprevisores, cuando dejaron introducir el derecho de propiedad particular, no presintieron todos los inconvenientes que de él resultarían. Sus luces de entonces, su inexperiencia, no les permitía de modo alguno hacer tal cálculo. E incluso si se les hubiese gritado: Estáis perdidos si olvidáis que los frutos son de todos y que la tierra no es de nadie, dudo que hubieran querido escuchar, o bien no lo hubieran creído. Por otro lado, como los resultados funestos tardaron mucho en hacerse sentir suficientemente, no hubiéramos ganado nada, al cabo de algunos centenares de años, con venir a proponerles la reforma. Luego, cuando el mal se hizo sentir, habíase deslizado ya imperceptiblemente, se le juzgaba ya entonces como algo natural; no se sabía bien de dónde venía; era resultado de todas las circunstancias que se estaba acostumbrando a ver, que se tomaban como el orden inmutable y fatal: la ignorancia, la superstición y la autoridad se habían coaligado para impedir que se desenredara la verdadera causa, o que se la pudiera atacar con la fuerza.

Pero hoy, cuando la gangrena ha extendido sus estragos hasta tal punto que ya no le queda nada que devorar; cuando todo el pueblo ha sido reducido, primero, a dos onzas de pan por día, luego a pagarlo a 60 francos la libra; cuando la masa, la mayoría, se ha visto forzada a vender sus últimos harapos para comprarlo, o a prescindir del pan cuando todo ha sido ya vendido; cuando este pueblo ha visto claro y es capaz de entender y se halla dispuesto por su posición a apoderarse con avidez de esta preciosa verdad: Los frutos son de todos, la tierra de nadie; y cuando Antonelle llega y les dice: El estado de la comunidad es el único justo, el único bueno, fuera de este estado no pueden existir sociedades apacibles y verdaderamente felices, yo no veo por qué este pueblo, que quiere justamente su bien, que quiere, por consiguiente, todo lo que es justo y bueno, no puede llegar a proclamar solemnemente su deseo de querer vivir en el único estado de sociedad apacible y verdaderamente feliz.

Lejos de decir, en la época en que el exceso del abuso del derecho de propiedad ha llegado hasta el último periodo, lejos de decir que ésta fatal institución tiene raíces demasiado profundas, me parece, por el contrario, observar que pierde la mayoría de sus filamentos, que, no reuniendo en un conjunto los apoyos principales, expone al árbol a una mayor inestabilidad. Haced muchos no-propietarios, abandonadles a la codicia devoradora de un puñado que todo lo invade, y las raíces de la fatal institución de la propiedad ya no son inextirpables. Rápidamente los despojados comienzan a reflexionar y a reconocer, es verdad muy grande el que los frutos son de todos, y la tierra de nadie; que lo que nos ha perdido es haberlo olvidado; y que es desatino demencial, por parte de la mayoría de los ciudadanos, el permanecer en situación de esclavos y víctimas de la opresión de la mino- ría; que es más ridículo no liberarse de tal yugo, y no entrar en un estado de asociación, único justo, único bueno, único conforme a los puros sentimientos de la naturaleza, el estado fuera del cual no pueden existir sociedades apacibles y verdaderamente felices.

La revolución francesa nos ha demostrado con pruebas que los abusos, por ser viejos, no eran en absoluto inextirpables; que, por el contrario, fue su exceso y el cansancio de su larga existencia, lo que requirió más imperativamente su destrucción. La revolución nos ha dado pruebas sobradas de que el pueblo francés, por ser un grande y viejo pueblo, no es por ello incapaz de adoptar los cambios más grandes en sus instituciones, de consentir los más grandes sacrificios para mejorarlas. ¿No ha cambiado todo, desde el año 89, excepto esta institución de la propiedad? ¿Por qué esta excepción única, si justamente se reconoce que constituye lo que hay de más abusivo, la más deplorable creación de nuestra fantasía? ¿La antigüedad del abuso puede conservar su existencia, cuando la misma circunstancia no ha servido para conservar todos los otros abusos que fueron derribados? ¿La gravedad, la importancia de éste, son motivos para que sea más respetado? La observación siguiente, que no parece haber llamado la atención a Antonelle en una primera lectura, ¿dejará de impresionarle, si se la volvemos a reproducir? Hay épocas en las que los últimos resulta- dos de las mortíferas reglas sociales hacen que la universalidad de las riquezas se encuentre absorbida en manos de unos pocos. La paz, natural cuando todos son felices, se ve necesariamente perturbada entonces. La masa no puede ya vivir, todo está fuera de su posesión, no encuentra más que corazones sin piedad en la casta que lo ha acaparado todo, y estos efectos determinan la época de estas grandes revoluciones, fijan estos periodos memorables, anunciados en los libros de los tiempos, en los que la revuelta de los pobres contra los ricos es una necesidad que nada puede vencer.

Si esto es así, si tal conmoción es realmente inevitable, yo no veo por qué la posibilidad eventual de un retorno al estado de comunidad, pueda ser sólo un sueño. Es verdad, Antonelle, que semejándote poco a esos hombres cortantes que no vacilan en pronunciar juicios definitivos; es verdad, digo, que no te permites pronunciarte de forma completamente afirmativa sobre esta opinión de sueño. La moderas con un quizá. Encuentro este quizá tanto más precioso y bien medido cuanto que me parece que para cambiar el sueño por algo efectivo, no se trataría más que de convencer al pueblo, del mismo modo que tú pareces estar con- vencido de que el estado de comunidad, es el único justo, el único bueno, el único conforme a los puros sentimientos de la naturaleza y aquel fuera del cual no pueden existir sociedades apacibles y verdaderamente felices. Reflexiona bien si de esta convicción sola no dependería la posibilidad.

Exhortándote a esta reflexión, estoy seguro de comprometerte en una cosa que te es agradable. Piensas tú que la realización del plan social del cual hablamos es el anhelo constante de las almas puras, puras, el pensamiento más natural de los espíritus justos, que sería una felicidad alcanzarle, etc.

¿Pero, por qué me apenas luego cayendo de nuevo en tus temores? ¿Cuál es este grado soportable de desigualdad en las fortunas con el que te contentas? ¿No crees que sería más difícil de establecer y de mantener que la más rigurosa igualdad?

Que el gran día del pueblo llegue, que se le haga transigir con los infames, que pida sólo una media justicia; es casi seguro que el pueblo no la obtendrá; la casta taimada del millón regateará, temporizará y tratará, al fin, de no concluir nada. Por el contrario, si el pueblo exige entera justicia, se, verá obligado a expresar con majestad su voluntad soberana, a mostrar toda su fuerza; y por el tono con que se pronuncia, por las formas que emplea, todo cede, nada resiste, obtiene todo lo que quiere y todo lo que debe tener. Las leyes populares parciales, los arreglos regeneradores a medias, estos simples su avizadores a los que parecen limitarse tus deseos, nunca alcanzan solidez. La ley Licinia en Roma, la del maximum en Francia, poco duraron y fueron fácilmente eludidas.

(…)

Me esforzaré en hacer comprender que nada es más detestable, me atrevo a añadir, más tonta y más visiblemente inepto, que el aislarse, el reducirse a un puñado de patriotas que actúan, el separarse del pueblo, abandonar su opinión y su fuerza, pretender hacer el bien sin él, sin esta opinión y esta fuerza, y con la única arma de la prudencia, de esta ridícula prudencia sugerida por el mismo gobierno, predicada por sus emisarios, que componen todavía la mayor parte del puñado de aparentes patriotas activos, los que le dan el tono, marcan el ritmo, y se manifiestan como los que gritan más alto en todas partes.

Terminaré demostrando que esta facción de prudentes, dirigidos así, no es más que un instrumento del que se sirve el despotismo para asegurar su fortalecimiento; ... desarrollaré cómo la masa del pueblo, el pueblo-soldado, por decirlo así, al hallarse aislado de aquellos que considera como sus oficiales y sus jefes, encargados de una parte más o menos grande de mando, y al ver a estos mandos separados de él, y que dirías e hayan abandonado la causa, que parece incluso hayan transigido, incorporándose al gobierno de la tiranía del cual han aceptado los empleos; desarrollaré he dicho, cómo por todas estas consideraciones, la parte del pueblo a la que llaman multitud, esta parte, en efecto, esencialmente dependiente de una dirección, que no puede marchar sin ella y siente ella misma esta impotencia, viéndose sin guías, abandonada, se ablandará infaliblemente, caerá en el abatimiento, en la despreocupación por la libertad, se resignará a cualquier suerte, descansará de sus fatigas, despertará con hambre, y no viendo más que el despotismo que pueda darle pan, para conseguirlo correrá por su propia iniciativa a arrojarse en sus brazos.

Trataré de convencer, una vez más, de que todo retraso es insensato o pérfido, cuando el mal, el peligro, son extremos, cuando sus estragos están en condiciones de devorarlo todo; que también se es cómplice del incendio, cuando se contemplan sus desastrosos progresos sin conmoverse, y oponiéndose a que se recurra a la bomba de incendios para atenuar el torrente de llamas, antes de que su impetuosidad violenta haya reducido todo a ceniza.

Comenzaré de nuevo a explicar, cómo la verdad es siempre útil y la mentira dañina al hombre; de nuevo haré resaltar de este principio aplicado, el gran peligro que se corre dejando al pueblo de Francia en un error tan grosero como el que le haría idolatrar, tomar como objeto digno de su veneración, una monstruosidad enmascarada bajo el nombre de código; mientras que, a consecuencia del mismo prestigio funesto y de la misma profanación, se sacrificaría a los dioses incruentos, se abandonaría a la execración general el decálogo político que la universalidad del pueblo, en un momento no lejano, y que no fue el de la ilusión, recibió con entusiasmo, sancionó solemnemente, con una unanimidad conmovedora y augusta; porque supo reconocer entonces que este gran contrato nacional había sido, como Antonelle lo ha dicho muy bien, inspirado por el profundo sentimiento de los derechos del pueblo, la entrega completa a sus intereses, a su gloria, el sincero deseo de verle, en fin, realizar su alto y puro destino, y transformarse, como se lo ha merecido, en fuerte y grande. Pero, repito, no tengo necesidad de recomponer estos cuadros que he bosquejado; no es necesario cuando de hecho, la duda ha resultado en todas partes; cuando no tan sólo Antonelle, sino muchos otros, dicen, escriben, imprimen, y publican todo lo que yo he publicado, impreso, escrito, dicho. ¿Qué mejor elogio he hecho yo de la constitución del 93 que el que acabo de reproducir del escrito al que estoy contestado? Y qué otro homenaje más religioso he podido rendir, que el del patriota que acaba de imprimir aquel que nos legó Goujón en su testamento: Que el Pueblo francés conserve la Constitución de la Igualdad que ha aceptado en sus asambleas primarias. Yo había jurado defenderla y morir por ella, y muero contento por no haber traicionado mi juramento.


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Anticapitalistas

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